lunes, 14 de mayo de 2012

¿ Una nueva constitución?

Agustín Squella Narducci
La Constitución de 1980 no contó con legitimidad de origen, aunque ha tenido eficacia en cuanto a su aplicación.
No tuvo legitimidad porque su origen se encuentra en un golpe de Estado que canceló la Constitución anterior -la de 1925- y porque no provino de un poder constituyente democráticamente establecido. La Constitución de 1980 fue redactada por una comisión designada por el gobierno militar y bajo precisas instrucciones de éste, y su texto final ajustado por el propio dictador y su círculo más próximo de asesores, sometiéndose luego a un plebiscito de características vergonzosas: sin partidos políticos, sin oposición organizada, sin libertad de prensa, sin registros electorales, sin vocales de mesa que no fueran partidarios del régimen militar, sin apoderados contrarios al texto consultado, y con un voto impreso en papel casi transparente.
Pero la Constitución del 80 ha tenido aplicación práctica constante, incluso después de terminado el gobierno militar, como lo prueban las reformas aprobadas por presidentes de la República y parlamentarios elegidos por sufragio universal. Al participar los opositores a Pinochet en el plebiscito de 1988 y en sucesivas elecciones desde 1989 en adelante -todas previstas por la Constitución de 1980- validamos la aplicación de ésta y optamos no por el cambio de Constitución, sino por la lenta y sucesiva reforma de la que se encontraba vigente. Hay que reconocer que tal vez las cosas no pudieron ocurrir de otra manera y que el modelo de la transición chilena, con el dictador fuera de La Moneda pero instalado en la Comandancia en Jefe del Ejército, suponía reiniciar la práctica de un gobierno democrático en el marco de una Constitución que no lo era.
La falta de credenciales democráticas afecta a todas las constituciones que hemos tenido, incluida la de 1925, y ni qué decir de las que rigieron en el siglo XIX. Por otra parte, el presidencialismo de la Constitución de 1925, reforzado por la de 1980, hizo escribir en 1926 a Kelsen, uno de los grandes juristas del siglo XX, que la carta fundamental que había entrado en vigencia un año antes tenía una clara inspiración “antiparlamentaria”, encontrándose “muy cerca de la frontera de aquella forma de gobierno que se acostumbra llamar dictadura”. Hay pues un déficit constitucional democrático que atraviesa toda la historia de la República, unido a un presidencialismo hegemónico y abrumador, y ha llegado el momento de preguntarse si no deberíamos sanear una situación como esa.
Cumplidos 200 años de vida independiente, disponiéndose de suficiente experiencia política en materia de génesis de textos constitucionales, regímenes de gobierno y sistemas electorales, y habiendo hecho una transición larga aunque exitosa desde un sistema no democrático a uno que sí lo es en amplia medida, la sociedad chilena está suficientemente madura para preguntarse algo más que cómo mejorar nuestra democracia y para poner sobre la mesa de las actuales discusiones el tema más complejo y ambicioso de si necesitamos una nueva Constitución o si vamos a continuar por el camino de las sucesivas, parciales y muchas veces puramente formales modificaciones a la que hoy nos rige.
Las biografías personales comprometen y lo mismo pasa con las de los países. La biografía constitucional chilena no tiene sus papeles en regla, y si antes no quisimos o no pudimos arreglarlos, transcurridos ya 10 años del siglo XXI bien podría ser el momento de hacerlo, aunque el gran obstáculo a vencer será la inmovilidad de una medrosa y calculadora dirigencia política que todavía no aprueba la inscripción automática y menos se atreve a modificar el sistema binominal y los muy desiguales distritos y circunscripciones para elegir diputados y senadores que también heredamos de Pinochet.
fuente: [http://blogs.elmercurio.com/columnasycartas/2011/10/28/una-nueva-constitucion.asp]

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